Enero de 2007-Enero de 2017

Enero de 2007:

-Oye, ¿de qué año es Regreso al futuro?

-Mmm, yo fui a verla al Cine Azul.

-¿Sí? Qué raro, porque yo la vi en el Astoria.

-No puede ser. En el Astoria verías la segunda o la tercera parte. La primera la hicieron en el Azul.

-¿Estás seguro?

-Casi, casi seguro. A mí me llevó mi abuelo.

-Yo fui con los de clase, no sé si fue en segundo o en tercero de EGB…

-A ver, mi abuelo se murió en el 87.

-¿Era joven?

-Tenía sesenta y seis años… se acababa de jubilar. Le dio un infarto y se quedó pajarito. Aguantó tres días, y ya. Fue la primera muerte que hubo en la familia, ¿sabes?

-¿Y te acuerdas?

-Claro que me acuerdo.

-¿Te afectó mucho?

-Mogollón, era todo muy raro. Recuerdo a todo el mundo llorando; era la primera vez que veía a mi padre llorar, ¿sabes? No sabía que los padres también lloraban. Me impresionó mucho. No entendía lo que estaba pasando. Recuerdo que en aquel momento no sabía realmente lo que significaba: que nunca más vería a mi abuelo… Lo de morirse era algo como que pasaba en las pelis. Y tampoco era tan dramático en las pelis.

-Ya, porque las pelis podías volver a verlas.

-¡Y los personajes volvían a aparecer! No tenía una noción real-real de lo que significaba morirse.

-Ya.

-¿Qué me habías preguntado?

-No me acuerdo… Ah, sí, ¿de qué año es Regreso al futuro?

-Si mi abuelo murió en el 87… yo creo que del 85 o del 86…

-Sí, puede ser por ahí…

Enero de 2017:

-¿De qué año es Regreso al futuro?

-¿Del 86? Espera que lo miro. No, del 85.

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Lo que hacían mis ex-suegros

Hacía siglos que no veía a Eli. Cuando Knut era mi novio, ella salía con Kasper, su hermano dos años menor. Los Ostberg eran los noruegos altos, rubios y saludables de los apartamentos, en una época en la que los noruegos altos, rubios y saludables eran seres de otro planeta. Hubo una pelea de gatas en cuanto pisaron la urbanización, y Eli y yo salimos vencedoras.

Cuando quince años más tarde nos reencontramos, parecía que nuestra amistad de cuñadas pertenecía a una vida anterior. Nos sirvieron la primera copa de vino  y recordamos anécdotas, bromas, y chistes de los tres veranos que salimos con los hermanos Ostberg. Eli estuvo a punto de marcharse a vivir a Bergen, pero en el último momento ella o Kasper se lo pensó dos veces y se echó atrás. Eli ya no recordaba quién de los dos había sido, sólo que hubo muchas lágrimas y alguna palabra gruesa. Hablamos de lo raros que son los noruegos, o al menos, lo raros que eran los Ostberg.

Knut, le dije, tenía ataques de ira y bebía mucho, demasiado para tener apenas veinte años. Kasper tenía problemas de memoria, me dijo Eli. Se le olvidaba todo continuamente: “a veces comíamos y cenábamos pizza porque se había olvidado de que habíamos comido pizza; cada vez que me llamaba babe yo tenía la sospecha de que era porque había olvidado de mi nombre; en ocasiones me pasaba media hora esperándole y al final tenía que ir a su casa a buscarle, en cuanto me veía se llevaba las manos a la cabeza diciendo: ¿habíamos quedado?”

-Sí, eran muy raros -dije yo.

-Pero no me extraña, claro…

-¿Qué quieres decir?

-De tal palo tal astilla…

Hubo un silencio valorativo. Las dos pensamos en los Ostberg: en el señor y la señora Ostberg. Cuando estábamos terminando la botella de vino, Eli se arrancó a explicarme lo que le había pasado un día del tercer Agosto: «Kasper y yo habíamos bajado a la playa, pero se había olvidado la crema solar. Kasper estaba de mal humor y se quedó tumbado en la toalla; yo tuve que volver a su apartamento para coger la crema solar. Primero llamé al timbre pero sus padres no me abrieron, golpeé con los nudillos y finalmente tuve que abrir la puerta con las llaves de Kasper».

«Entré de golpe pensando que no había nadie. En cuanto crucé el salón los vi: el señor Ostberg de espaldas, en cuclillas sobre un cojín en el suelo, y la señora Ostberg tumbada en el sofá, con las piernas completamente abiertas, en una situación, bueno, ya te imaginas qué situación… Estuve tentada de volver sobre mis pasos, pero no sé por qué, crucé el salón sin hacer apenas ruido. Entré en el cuarto deseando que no se hubieran percatado de mi presencia. Estaba roja como un tomate y con cierto sentimiento de culpa por haber invadido su privacidad. Recogí la crema solar, la metí en la bolsa, respiré hondo y volví sobre mis pasos, cruzando de nuevo el salón vigilando cada paso, tratando de no hacer ruido y llegar a la puerta principal en absoluto silencio».

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«Pero entonces, el señor Ostberg levantó la mano y me saludó, con una sonrisa de oreja a oreja diciéndome: hasta luego. Me giré y allí los vi: el señor Ostberg incorporado en el sofá detrás de la señora Ostberg quien le daba la espalda, aunque en realidad lo que le daba era el culo, frotándose como dos perritos. Intenté decir algo pero me quedé muda. La señora Ostberg alzó la cabeza y con una sonrisa de otro planeta me dijo: ¿vendréis a comer, no? Y yo, quieta de pie, me quedé mirándoles, mientras ellos seguían a lo suyo, sin parar en ningún momento. La señora Ostbgerg me repitió la pregunta: ¿vendréis a comer? Y el señor Ostberg apostilló:

-Haré pasta. Al dente, como te gusta -dijo sin dejar de bombear ni un solo instante. Después me guiñó un ojo. Les dije que sí, que iríamos a comer, mientras ellos seguían a lo suyo sonrientes. Volví sobre mis pasos y me marché de allí sin mirar atrás».

Me quedé mirando a Eli en silencio, como si de repente todo tuviera sentido. Bebí un largo trago de la copa de vino y le dije:

-¿Sabes una cosa, Eli? Eso mismo me pasó a mí.

Farsantes

Todo empezó con una inocente invitación:

-¿Por qué no intercambiamos casas?, ¿un «finde» vosotros venís a San Sebastián y otro «finde» nosotros vamos a Barcelona? –propuso Patricia.

A Ruth y a mí nos pareció una idea estupenda. San Sebastián era una ciudad que nos gustaba mucho y no la habíamos visitado desde antes de casarnos. Decidimos ir en el puente de la constitución aprovechando que Mikel y Patricia se marchaban unos días fuera a practicar senderismo: “Mikel es un loco de las caminatas” decía Patricia. Todo estaba arreglado: tendríamos la casa para nosotros solos, durante cuatro días, a coste cero.

Sin embargo, cuando llegamos a San Sebastián, nos encontramos con un problema: en un mal paso de una de sus caminatas, Mikel casi se había roto un ligamento; tenía un esguince de grado tres en la rodilla. Cojeaba ostensiblemente y apenas podía caminar. No sólo no podía hacer la ruta que tenían planificada sino que se veía obligado a guardar reposo hasta que supiera si necesitaría cirugía. Todos nuestros planes se fueron al traste.

La primera noche la pasamos en su casa. A primera hora de la mañana me desperté y fui al lavabo, pero antes, un ruido procedente de la cocina me hizo acercarme. Me encontré a Mikel silbando una alegre melodía mientras preparaba el desayuno, al tiempo que bailaba contoneando sus brazos y sobre todo, moviendo sus piernas, marcando los pasos con sus pies a una velocidad latina. No había rastro de su cojera. Me quedé clavado en el quicio de la puerta tratando de asimilar lo que estaba viendo durante un buen rato. Finalmente, dejé de oír su silbido y sus piernas y sus pies se quedaron quietos; Mikel se había percatado de mi presencia. Los dos nos quedamos mirándonos el uno al otro sin saber qué decir en un denso silencio que duró casi dos minutos.

-Estoy haciendo café, ¿quieres? –me preguntó después de un buen rato.

-Sí, por favor –acerté a decir, después de salir del trance-. Voy al lavabo un momento.

-Muy bien.

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El resto del día, Mikel siguió con su cojera y yo no dije nada. Mi mujer y yo sopesamos la idea de quedarnos con ellos en su casa el resto del fin de semana, pero a los dos nos apetecía estar solos, y Ruth tampoco quería molestarles. Casi de milagro conseguimos una habitación de hotel, en el puente de la constitución en San Sebastián, sin reserva, lo que nos costó una pequeña fortuna.

Cuando meses más tarde, Patricia le preguntó a mi mujer si nos iba bien que les prestáramos la casa el puente del 1 de mayo yo me mostré bastante reacio. Ruth no entendía el porqué. Después de darle muchas vueltas me vi obligado a explicarle lo que había visto. Mi mujer no daba crédito, no se podía creer que nos hubieran mentido así, que nos obligaran a marcharnos a un hotel; y que además quisieran que cumpliéramos con la palabra dada de prestarles nuestro piso. Ruth volvió a preguntar para estar completamente segura:

-Pero, ¿qué es lo que viste, exactamente?

-Vi a Mikel bailando bachata.

-Qué hijo de puta -dijo Ruth.

No sabíamos qué hacer. No teníamos ningunas ganas de dejarles el piso, pero me parecía ruin decirles que no y enfrentarnos llamando mentiroso a un tipo al que apenas conocíamos y con el que no queríamos estar enemistados. Sin embargo, ni Ruth ni yo, queríamos dejarles la casa.

Así que Ruth ideó un plan. Cuando llegaron, nosotros ya teníamos las maletas preparadas, habíamos planeado un viaje relámpago a Amsterdam con la intención de visitar a la hermana de mi mujer. Les recibimos y les explicamos cómo funcionaba todo: el horno, la vitro, la caldera, los diferenciales de la luz, y sobre todo que no se preocuparan del pienso de los gatos, les habíamos llenado sus cuencos hasta los topes y tenían la arena recién cambiada.

-¿Cómo los gatos? –preguntaron los dos completamente lívidos.

-Sí, Trotsky, Lenin y Stalin. Nuestros tres gatos.

-No sabíamos que teníais gatos.

-Ni que fuerais comunistas –dijo Patricia con un hilo de voz.

-Sí, desde siempre –mentimos a las dos cosas.

-Es que Mikel tiene alergia a los gatos –dijo Patricia.

-¿No me digas? –dijo mi mujer haciéndose la sorprendida, como si Patricia nunca se lo hubiera explicado, como si no tuviera un excel mental con este tipo de información que todos los demás olvidamos al instante-. Vaya, pues no tenía ni idea…

Entonces, Mikel estornudó, una, dos, y tres veces seguidas. Patricia se dio cuenta de que no podían pasar ni un minuto más en aquella casa. Buscaron un hotel por internet, mientras nosotros fingíamos una enorme decepción. Entonces, Trotsky el gato más pequeño de los tres que nos había prestado la vecina del 5º, 1ª apareció en el salón a escudriñarnos.Mikel tenía los ojos rojos y vidriosos cuando Trostky se acercó directo hacia él: acariciando y refregando su lomo contra la pierna que Mikel fingió lesionarse. 

Fue un momento de justicia poética que me hizo sonreír.

A los siete años descubrí que los adultos tienen el alma podrida

Fue en casa de mis padres, en una paella con sus amigos. Yo era fan de Bárbara, la mejor amiga de mamá. Fumaba, bebía y reía sin parar, decía muchas cosas todo el tiempo a una velocidad vertiginosa y todo el mundo la admiraba. Pero de vez en cuando también se quedaba en silencio y era en esos momentos en que me miraba fijamente que yo sentía que podía mirar dentro de mí, y creo de verdad que siempre tuvo ese poder. Siempre que me decía “Nina, tú eres más parecida a mí que a tu madre” me daba un vuelco el corazón, porque había una parte de mí que quería que fuera así y otra parte que se sentía culpable, como si fuera desleal con mamá.

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Cuando algunos tomaban el aperitivo y papá empezó a preparar la paella, Diego, un chico con el pelo largo y mucha barba y que era muy fuerte (podía levantarme un palmo del suelo con un solo brazo), empezó a vociferar y a quejarse qué estábamos haciendo.

-¿Y el pollo?, ¿y el conejo?, ¿dónde coño está la carne en esta paella?

-No hay carne en esta paella –dijo Bárbara.

Yo no entendía exactamente lo que estaba pasando pero noté que había una tensión muy rara, una tensión impropia de un domingo. Todos los adultos bajaron la cabeza o miraron para otro lado fingiendo hacer otras cosas, guardando silencio y tratando de no hacer el más mínimo ruido. Mamá me cogió y me dijo con buen tono pero en voz baja que fuéramos para adentro, pero yo no quería, no sabía qué estaba pasando, pero sabía que no quería perdérmelo.

-Si no hay carne no hay paella. Eso es así –dijo Diego.

-Eso es así, ¿por qué?, ¿porque lo dices tú? –contestó Bárbara poniendo sus brazos en jarra y levantando el mentón.

-Sí, Bárbara, porque lo digo yo y porque la paella ha llevado pollo y conejo de toda la vida.

-Y claro, lo que se hace toda la vida se hará toda la vida.

-Eso es…

-Como sacrificar vírgenes al dios de turno, que también se ha hecho toda la vida.

-No me compares, no seas demagoga… Tú vales más que eso –dijo Diego con aire de superioridad.

-¿Tú has estado alguna vez en un matadero? ¿Sabes cómo sacrifican a los animales? ¿Sabes que la cadena alimenticia no sólo sirve para alimentarnos sino que sirve para perpetuar un sistema contra el que dices luchar? ¿Matar más para vender más? –le dijo Bárbara sin esperar respuesta-. Recuerdo a un Diego que me hablaba de praxis. De que aquello que piensas, de que aquello que sientes debe estar en armonía con aquello que haces.

-No mezcles una cosa con otra…

-Ese es el problema Diego, que todo está mezclado y tú nunca has querido verlo –dijo Bárbara.

-Las cosas no son blancas o negras -se defendió Diego.

-No, nunca lo son. Pero hay veces en que hay que tomar partido, ¿recuerdas? Tú tomaste partido… y la elegiste a ella. No pasa nada, no hay ningún problema, todos somos adultos. Pero hoy aquí también hay que tomar partido: por eso nos vamos a comer una buena paella vegetariana –dijo Bárbara dándose la vuelta y dando por terminada la discusión.

Diego quiso replicar, pero calló y se hizo un silencio. Se terminó la cerveza y anduvo hacia la piscina, mojó sus pies y tras pensárselo muy poco se lanzó y se puso a nadar un largo tras otro.

Bárbara me guiñó un ojo y me cogió de la mano al tiempo que me decía: ¿quieres una limonada?

Yo le dije que sí y entramos las dos en el interior de la casa. Desde dentro se oía el bullicio: todos habían vuelto a hablar, a reír y a divertirse. En el silencio de la casa, los oíamos pasárselo bien. Bárbara me miró y me dijo: “en realidad, Diego no es mal tipo, es muy fuerte, sabe bailar y besa muy bien… pero hay veces en que a un hombre hay que decirle lo que no quiere oír delante de todo el mundo, ¿lo entiendes, Nina?

-Sí –dije sin entenderlo.

Bárbara sacó la limonada fría de la nevera y empezó a abrir todas las puertas de los muebles buscando los vasos. Sin embargo, abrió el armario de la despensa y se quedó maravillada de lo que allí encontró.

De repente, buscó entre los cajones y sacó un enorme cuchillo. Volvió a la despensa y empezó a cortar unas finas lonchas de jamón de la pata jamonera de papá. Luego se lo llevó a la boca y cerró los ojos al devorarlo con placer. Me llenó el vaso de limonada y me preguntó:

-¿Quieres un poco de jamón?

Le dije que sí con un gesto de la cabeza. Estuvimos las dos comiendo jamón a escondidas un buen rato.

Mirándola con aquella sonrisa de triunfo y placer en la cara pensé que sí, que en realidad me parecía más a ella que a mi propia madre.

Búsqueda en google: «cómo ayudar a un depresivo»

En cuanto Claudia se fue al baño, lo primero que hice fue buscar en google: “cómo ayudar a un depresivo”.

Tenía poco tiempo pero encontré un montón de páginas que me decían las 7 cosas que decirle: “yo estoy aquí para ti, no te estás volviendo loca, ¿quieres un abrazo?, no es culpa tuya, etc.»; y las 7 cosas que no: “tú te lo has buscado, ¿pero no estabas siempre así?, nadie dijo que la vida fuera fácil, etc”.

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-¿Qué haces? –me preguntó Claudia al volver del lavabo.

-Nada, estaba mirando una cosa…

-Estabas googleando qué hacer ante una situación como ésta, ¿verdad? –me interrumpió-. ¿Qué has buscado exactamente: cómo ayudar a alguien triste, depresivo, con la autoestima baja…?

Después de un largo silencio, agaché la cabeza y asentí.

-¿Ves?, ese es el problema –me dijo-. Antes yo era importante para los demás. Cuándo alguien no sabía qué grupo había compuesto “Where is my mind”, todo el mundo se giraba hacia mí para que les diera la respuesta: Pixies. Si alguien se preguntaba quién era el director de “El Mago de Oz” todo el mundo se maravillaba de que supiera que la película tuvo hasta cinco directores: Victor Fleming, George Cukor, Mervyn Leroy, Norman Taurog y King Vidor. Todos flipaban con mi capacidad de memorizar que «El guardián entre el centeno» fue publicado en 1951, aunque Salinger ya lo había publicado en forma de serie durante los años 1945 y 1946. ¿Y sabes qué es lo que sentía en todos esos casos, Enric? Orgullo. Todo el mundo admiraba mi talento, me invitaba a fiestas y querían jugar conmigo al trivial. Pero ahora no, ahora… ¿qué crees que pasaría si alguien se preguntara en qué película de Mike Nichols debutó Dustin Hoffman?

-Lo buscaría en la app de imdb –le respondí con sinceridad.

-Exacto. Eso es lo que me ha pasado: he sido sustituida por internet.

Se hizo un largo silencio que interrumpí con una pregunta estúpida:

-¿En qué película…

-En El Graduado, Enric -me respondió de mala gana-. ¿Qué es lo primero que has hecho cuando me has visto así? Buscar una solución en google. No, Enric, no todo está en google. ¿Sabes? Hay veces que miro las enciclopedias de mis abuelos y me veo reflejada a mí misma. ¿Por qué no haces una búsqueda sobre eso en google? «Cómo ayudar a alguien que se siente lento, estancado, encima de una estantería, cogiendo polvo, desactualizado y obsoleto». Parece que hablar conmigo fuera como si abrieras una vieja enciclopedia y empezaras a leer datos acerca de las antiguas repúblicas soviéticas; cosas que ya no existen, que pertenecen a un pasado demasiado cercano, ligeramente pasado de moda, casi vergonzante. Dime Enric, ¿qué tengo que hacer para volver a sentirme importante otra vez?

La verdad es que no supe qué responderle. Durante un par de semanas estuve meditando, dándole vueltas a la situación, tratando de buscar una forma de ayudarla. Quedé con ella un par de veces, intenté animarla pero no daba con la tecla exacta… Hasta que finalmente di con un plan.

Aunque al principio se mostró reacia, poco a poco, empezó a darse cuenta de que quizás ese plan podía funcionar. Claudia no perdía nada por intentarlo y se puso manos a la obra. Encontró un local pequeñito en una zona bonita, lo decoró a su gusto y montó un pequeño café. En las estanterías reposaban todas las enciclopedias de sus abuelos, y cómo aún le sobraba espacio compró muchas más a precio de saldo. Por último, ejecutó mi plan maestro: no sólo no puso wifi, sino que instaló un inhibidor de cobertura.

Sus clientes, acudían allí para hablar, explicarse la vida, disfrutar del café, y preguntarse cosas; algunas veces encontraban respuestas, y otras no… Si la curiosidad les tentaba, tenían las enciclopedias a su alcance y en ocasiones, preguntaban directamente a Claudia, quien solía participar en las conversaciones con alegría y entusiasmo.

Claudia ganó en autoestima, dejó atrás su depresión y volvió a ser feliz.

Nunca le he dicho, ni nunca le diré, que di con mi plan maestro, al googlear a un bibliotecario que montó un café como el de Claudia en la ciudad de Ottawa.

El Semáforo

John Peake Knight fue el inventor del semáforo y hasta la semana pasada y desde 1926 había sido declarado persona non grata en la ciudad de Cilentpol, Pennsilvalnia. JPK inventó un semáforo bastante rudimentario de gasolina con un farol rojo y una luz verde muy similar a las señales de ferrocarril de la época. A partir de 1913 con la introducción y democratización del automóvil de Ford, empezó a ser necesario trasladar el semáforo que solía utilizarse en vías ferroviarias a las calles de las grandes ciudades. Proliferaron especialmente en Los Angeles, cuyo clima permitía el uso del automóvil durante todo el año (entonces casi todos los coches eran descapotables). La historia del semáforo es la historia del automóvil; en cuanto se incrementó el uso de uno, se incrementó el uso del otro de manera pareja.

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Sin embargo en Cilentpol no ocurrió exactamente así. En esta pequeña ciudad de tan sólo 20.000 habitantes a 70 millas de Filadelfia instalaron en 1926 su primer semáforo en la intersección entre la calle Clearfield y la Whitaker Ave. El pleno del ayuntamiento votó a favor de la medida motivado por el aumento del tráfico en un punto estratégico de la ciudad. En una sola noche los operarios instalaron el semáforo con toda celeridad.

Al día siguiente los niños que cruzaban desde los barrios residenciales camino de la escuela pública se encontraron inesperadamente ante el primer semáforo de sus vidas. Su reacción fue completamente inesperada: se quedaron quietos e inmóviles, mirando el semáforo suspicaces, preguntándose qué hacía aquel artefacto allí. Veían las lucecitas cambiar, sí, pero no dieron un sólo paso para cruzar a la otra acera. Un policía les preguntó qué hacían ahí parados. Los niños respondieron con un silencio denso. El policía les invitó a circular en cuanto se lo indicara la señal en verde.

-¿Por qué? –preguntó un niño con actitud beligerante.

-Porque está en verde –le dijo el policía.

-¿Y?

-Se supone que tienes que pasar cuando esté verde.

-¿Quién lo dice? –preguntó el niño mientras los demás chavales asentían desconcertados porque los adultos no se hubieran hecho esa misma pregunta.

-A mí no me gusta el verde –dijo uno.

-Yo prefiero pasar cuando esté en rojo –dijo el primer niño.

-Que cada cual haga lo que quiera –dijo un tercero.

Los niños decidieron no hacer caso del semáforo volver a sus casas y no ir a la escuela aquella mañana, ni ninguna otra hasta que se arreglara el asunto. En un pleno extraordinario el ayuntamiento debatió qué hacer ante aquel dilema. Había dos posturas claramente diferenciadas: un grupo de padres que apoyaba las normas internacionales de señalización y otros que abogaban por dejar que la voluntad de sus hijos dictara unas nuevas normas de señalización del semáforo. El debate fue intenso, largo y áspero: alguien dijo que todos debían acomodarse a las circunstancias que les había tocado vivir, otro dijo que de eso nada, que la vida es así, que las cosas son así, otro dijo que las cosas son así hasta que se cambian, un padre lacónico dijo que quería que su hijo fuera dueño de su destino… A última hora, la votación arrojó un resultado favorable a seguir con las normas establecidas internacionalmente: el rojo prohibía el paso, el verde lo permitía. Así quedo escrito, así se hizo ley.

A la mañana siguiente, cuando los niños se encontraron en la intersección entre la calle Clearfield y la Whitaker Ave, Edward McCollum, el niño beligerante que expuso la ausencia de crítica en la asunción de las normas de uso del semáforo se negó a seguirlas. Tomó aire y lleno de fe, rabia y valentía decidió cruzar en rojo, siendo arrollado por un automóvil que le provocó una muerte instantánea.

A raíz de aquel deceso, en Cilentpol decidieron eliminar los semáforos e ir construyendo una simbología propia acordada con sus hijos para ordenar el tráfico interno de personas y vehículos en la ciudad. Durante más de 90 años, Cilentpol tuvo la tasa de mortalidad más baja en accidentes de tráfico de todo el Estado de Pennsilvania.

Cuando la semana pasada leí en The Philadelphia Inquirer que el ayuntamiento de Cilentpol había decidido eliminar la calificación de persona non grata de JPK e introducir doce semáforos en doce puntos importantes y esenciales de la ciudad, algo se quebró dentro de mí. Tras unos días dándole vueltas, decidí romper mi hucha, coger los pocos dólares que había en ella, y comprar un billete Philadelphia-Cilentpol.

A las ocho de la mañana de hoy 2 de Julio me he subido al autobús y me he sentado al lado de la ventanilla. Acabo de llegar y he estado caminando por la ciudad. Es una maravillosa mañana de verano. La gente sonríe en su día festivo, es afable y no me miran preguntándose quién es ese joven forastero de apenas doce años. Se ha levantado un poco de brisa y me he llenado los pulmones a largas bocanadas; he mirado a todos lados con la sensación única de vivir un momento irrepetible y he paseado en dirección a la calle Clearfield en la intersección con la Whitaker Ave.

Escribo estas palabras apostado ante el nuevo semáforo. Acaba de aparecer el símbolo verde del peatón y unos cuantos peatones han cruzado hasta la otra acera. Siento nervios y una emoción inexplicable, un hormigueo que me conecta con algo más grande que yo, una conciencia cósmica, una energía que recorre la historia de los tiempos y que me une y me hace pertenecer a la clase de gente que se pregunta el porqué de las cosas. Ahora mismo acaba de aparecer la silueta del peatón en rojo. Los motores de los vehículos gasolina, diesel, e híbridos rugen antes de ponerse en marcha…

Voy a hacer historia. Voy a cambiar vuestras convicciones. Voy a cruzar en rojo.

Like

Hacía unos días que no sabía nada de ella. Entonces, recibí su mensaje: «tenemos que hablar”.

-Rebeca, ¿pasa algo?

-Sí, pasa que tenemos que hablar.

Acudí a la cita con el estómago revuelto por los nervios. Rebeca me esperaba sentada en la terraza al tiempo que encendía su segundo cigarrillo. A pesar de que llegué puntual, tenía la cerveza a medio terminar y ya estaba pidiendo la segunda. Aunque nos dimos dos besos, no nos dimos dos besos, simplemente rozamos diplomáticamente nuestras mejillas.

Le pregunté de qué quería hablar conmigo. Sacó su teléfono móvil y me di cuenta de que en realidad quería pedirme explicaciones. Abrió su instagram y repasó una a una las últimas doscientas trece fotos que había colgado. Le pregunté por qué estábamos repasando esas doscientas trece fotos y no las cuatrocientas quince que había colgado desde que se abrió la cuenta. Me respondió que sólo quería repasar esas doscientas trece fotos porque las anteriores no eran importantes.

-¿Por qué las otras no son importantes? –le pregunté.

-Porque antes no nos seguíamos en instagram. Sólo hace doscientas trece fotos que me sigues -respondió.

-Pero, ¿cuál es el problema? -le pregunté intrigado.

Entonces, Rebeca volvió a repasar las doscientas trece fotos con cierta ansiedad mientras encendía un tercer cigarrillo, y pedía otra copa de cerveza.

-Fíjate -me dijo- todas estas fotos tienen algo en común en todas, absolutamente en todas, me has dado un Like.

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-¿Y? Eso es bueno, ¿no? -le pregunté perplejo.

-Sí, claro que es bueno, lo que ocurre es que en ESTA FOTO con mi sobrina Candela no le diste al Like –me dijo señalándome esa foto en concreto.

-¿Cómo? Déjame ver.

Eché un vistazo a la foto y efectivamente, ahí estaba Rebeca con su sobrina Candela, súper-preciosas las dos, sonriendo en lo que parecía ser el jardín trasero de un pareado decorado con globos, banderitas, serpentinas, piscina y hasta tarta de chocolate. Y no, no le había dado un Like. Y era raro, porque la foto se merecía un Like.

-No sé, ¿qué es lo que quieres decirme con esto? –le pregunté a mi amiga.

-Pues no me esperaba esto de ti, la verdad, yo pensaba que eras… una buena persona y no… ya sabes, no pensaba que fueras así.

-¿Así cómo?

-Así… -a Rebeca le costaba decirlo, por la rabia, pero también por la decepción- como una mala persona.

-Un momento, un momento, ¿mala persona? ¿No le doy a un Like a una foto y de repente soy una mala persona?

-Más que una mala persona, ¡un racista! –dijo sin poder reprimirse-. Lo que demuestra esta foto… ¡lo que demuestra que no le des al Like a esta foto es que eres un puto racista!

-¿Qué?

-Niégamelo… ¡ten los santos cojones de decirme que no le has dado al Like porque Candela es negra!

-No sé qué decir, pero, Rebeca, yo no soy racista, ni siquiera me había dado cuenta de que…

-¿De qué? ¿En serio me vas a decir que no te habías dado cuenta de que Candela es negra?

-No, no, claro que me he dado cuenta de que Candela es negra, de lo que no me había dado cuenta es de que no le había dado al Like a esa foto…

-No me tomes por imbécil. O sea le das al Like a todas mis fotos, cada día, desde que nos conocemos, a doscientas trece fotos y se te pasa justo esta, ¡qué casualidad! -dijo totalmente indignada. Tomó aire, apagó el cigarrillo bajo la suela de sus zapatos y dejó ir lo que llevaba dentro-: Mira, yo pensaba que éramos amigos… es más, pensaba que te gustaba, porque siempre me dabas Like a todas las fotos y ya se sabe lo que es un Like, que según cómo puede ser algo más… y yo, tonta de mí, hasta me había hecho ilusiones…

-Pero, Rebeca, si yo sí…

-Déjame terminar. Lo que quiero decir es que…

-Un momento -le interrumpí dándome cuenta de algo. Cogí su teléfono y comprobé la fecha de la foto. La foto había sido tomada el 7 de junio. Como un fogonazo que iluminó mi cara, fue entonces cuando comprendí qué es lo que había ocurrido-. Rebeca, ¿sabes por qué no le di al Like a esa foto?

-No quiero oír ninguna explicación, tengo el corazón roto para escuchar ninguna excusa barata…

-Rebeca. Mira.

Entonces, poco a poco, me levanté la camiseta y le dejé ver la cicatriz que cruzaba el costado derecho de mi vientre. Rebeca me miró sorprendida y me preguntó qué era eso. Yo le respondí que el 6 de junio me habían ingresado en el Hospital de Bellvitge con un ataque de apendicitis. El 7 de junio estuve incomunicado, sin batería y tardaron dos días hasta que me dieron el alta.

-No vi tu foto con tu sobrina Candela, que me parece un amor, por cierto. No pude darte Like.

Rebeca se quedó callada. Durante minutos no supo qué decir, de repente se puso colorada, le faltó la respiración y empezó a hiperventilar. La abracé y le dije que no pasaba nada, que un error lo podía tener cualquiera. Me dijo que lo sentía, que lo sentía mucho. Traté de consolarla y le dije que a partir de entonces lo haríamos mejor, subiríamos también las fotos de las cosas malas que nos pasaran para que no tuviéramos que enterarnos así de nuestras circunstancias. Rebeca me pidió entre lágrimas que la perdonara.

-No hay nada que perdonar, Rebeca -le dije con mi cara pegada a la suya.

Cogí su rostro entre mis manos, acerqué mis labios a los suyos y le di un Like.

Todo empezó con un tuit

Todo empezó con un tuit: “No lo soporto cuando me habla con condescendencia”. Apenas obtuvo 3 Favs. Sus 8917 seguidores no entendieron la broma, o pensaron que era una broma sin gracia a pesar de que nunca lo fue. Estaban acostumbrados a sus chistes ingeniosos y juegos de palabras con noticias de la actualidad política, social o deportiva.

Pocos días después, los habituales atardeceres con filtro “valencia” y los videos de sus mascotas fueron sustituidos en instagram por instantáneas que reflejaban otros aspectos de su vida: los platos por fregar, el botón suelto de una camisa deshilachada, la factura de la luz, desglosada paso a paso, incomprensible. Sus estados de Facebook empezaron a relatar cosas que preocuparon a sus casi 816 amigos: “Hace ocho meses que no veo a mi madre, y no, no la echo de menos”, o “Esperando en la cola del súper he sentido deseo por un señor mayor; durante unos segundos he fantaseado con la idea de hacerle una paja en la sección de los congelados”.

Algunos de sus amigos empezaron a escribirle mensajes directos por twitter y a abrirle chats en Facebook preguntándole qué le pasaba. Alguno le envío un emoticono tratando de animarla. Otros le hicieron preguntas por whatsapp: “¿qué te pasa, tía? ¿Estás bien? Últimamente todo lo que cuelgas es mierda. Te veo rara. Has vuelto a comer carne, ¿verdad? No eres la misma de antes”.

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Ella trató de defenderse: no le pasaba nada especial, seguía siendo la misma chica de siempre, les pidió que no se preocuparan. Pero sus amigos no la entendían. Abrieron un grupo de whatsapp (Help Sandra) para hablar de ella a sus espaldas y buscar una solución.

Carla: No entiendo nada de lo que dice.

Rosa: Está muy amargada.

Ana: No es para nada la persona que era antes.

Pablo: Echo de menos a mi amiga.

María: La gente cambia.

Pablo: Estaría bien quedar con ella y decírselo a la cara.

Carla: ¿Le preparamos una encerrona?

María: Que sea la semana que viene. Esta la tengo liadísima.

Ana: Yo voy a decirle algo ya, ni que sea por chat de Facebook.

Pablo: No la aprietes que es muy orgullosa.

Ana: No lo haré. La conozco bien.

-Tenemos que hablar -le escribió Ana en un chat-. No puedes seguir subiendo esa basura. Estás empezando a preocuparme y lo que es peor, estás empezando a preocuparnos a todos.

-¿A todos? ¿Quiénes son todos? –preguntó Sandra.

-Todos son todos. Todos te ven fatal y todos están de acuerdo en que te vendría bien algo de ayuda. ¿Has pensado hacer terapia?

-No. No quiero hacer terapia. No tengo ningún problema.

-Te conozco bien y te estás equivocando: sí tienes un problema –le dijo Ana-. Me tengo que ir, que se me ha descargado ya el capítulo. Dime algo por aquí si quieres hablar… XXX

Después de darle muchas vueltas, y dándose cuenta de que las últimas semanas había conseguido preocupar involuntariamente a sus amigos, Sandra decidió subir un post dónde explicaba lo siguiente:

Me he dado cuenta de que paso más tiempo de mi vida con vosotros por aquí, compartiendo estados de Facebook, tuits y fotos de instagram. También me he dado cuenta de que me sentía mal, vacía y falsa. Porque os he estado ocultando cosas. Hasta ahora sólo compartía aquello que os podía parecer bonito, susceptible de arrancaros un like, y escondía las cosas naturales, normales y desgraciadas de mi cotidianidad. Había empezado a sentir que os estaba mintiendo, que era un fraude con todos vosotros: mis amigos. Como ya casi nunca nos vemos (si no hay una pantalla de por medio,) no quiero que penséis que todo lo que me ocurre tiene el filtro valencia, mayfair, o rise. Hay cosas que son una mierda y quiero compartirlas con todos vosotros. Porque no quiero que penséis que vuestras cosas que son una mierda sólo os ocurren a vosotros, nos ocurren a todos, y no quiero que os sintáis igual de miserables que yo cuando las ocultáis. Eso es todo. Os quiero. Sandra”.

El post de Sandra obtuvo 211 Likes. Fue compartido 16 veces. En Twiter obtuvo: 25 RT y 87 Favs. Todos sus amigos abandonaron el grupo de whatsapp (Help Sandra), algunos aliviados, otros más confundidos.

Ninguno quedó con ella para tomar un café.

Llamadas

-¿Está Joan?

-No…

-¿Sabes cuándo llegará?

-No, perdona, es que creo que te equivocas, aquí no vive ningún Joan…

No me dejó terminar la frase. Colgó y empecé a oír el tono intermitente de pérdida de señal. Pensé que era un sonido de otra época, casi de otra vida. Un sonido que me recordaba a meriendas azucaradas, dibujos animados y llamadas de teléfono interminables. Una época que hacía mucho que había pasado y que casi se fue sin darnos cuenta. Antes, cuando llamaban a casa se producían unos segundos de maravillosa tensión dramática: ¿quién llamará?, ¿qué querrá?, ¿será para mí, para mamá, para mi hermana? La gente rara vez se equivocaba al llamar. Una llamada valía dinero, una llamada era importante emocionalmente para el que la hacía y para el que la recibía. Una llamada no se hacía a la ligera. Ahora, cuando alguien llama al teléfono fijo para mantener una conversación suele informar previamente de que lo hará. Quienes llaman sin avisar suelen trabajar en multinacionales que quieren venderte algo. Hay veces que incluso no cojo el teléfono, hay gente que vive sin él.

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Aquella llamada me encontró justo al lado del teléfono y decidí descolgarlo de mala gana. Escuché la voz de la mujer desesperada y quebradiza preguntar por Joan. Una vez colgó el teléfono, me quedé cerca por si volvía a llamar, pero no fue así. Supuse que volvería a marcar introduciendo el número correctamente y habría conseguido contactar con Joan.

Dos días más tarde volvió a sonar el teléfono fijo. Estaba sentado frente a mi portátil y dudé seis tonos en levantarme, siete en acercarme y ocho en descolgar.

-¿Está Joan? –me preguntó la misma voz de mujer, igual o quizás más nerviosa.

-Perdona, pero te vuelves a equivocar: aquí no vive ningún Joan -le dije.

-¿Estás seguro? –me preguntó.

Le respondí que sí lo estaba y ella enumeró una a una las cifras que componían el número de mi teléfono, tratando de cerciorarse de que no se había equivocado al marcar. Le dije que era correcto, ese era mi número.

-¿Y cuánto hace que lo tienes?

-Desde que me mudé a esta casa. En noviembre hará unos seis años.

-Seis años, claro, seis años, todo encaja… -dijo para después quedarse en silencio unos segundos y finalmente colgar.

¿Qué quería decir con que todo encajaba?, ¿qué había ocurrido hacía seis años?, ¿y sobre todo, por qué era tan importante contactar con Joan seis años después? A pesar de que mi imaginación se disparó, era consciente de que esas preguntas no obtendrían respuesta. Traté de no darle importancia y olvidar el asunto hasta que tres noches más tarde el teléfono volvió a sonar insistentemente. Salí del dormitorio descalzo, a toda velocidad, crucé el pasillo con prisa y descolgué furioso el teléfono al tiempo qué decía:

-¿¡Quién es?!

-¿Está Joan? –preguntó la misma voz desesperada y quebradiza de las otras veces.

-¡Soy yo! -le dije gritando-. ¿Quién eres?, ¿qué quieres a estas horas?

-Soy Laura. Toma papel y boli y apunta el siguiente número de teléfono.

-Un momento -le dije aturdido, mientras buscaba papel y boli.

Hice lo que me dijo y apunté un número de teléfono fijo de Barcelona que me dictó. Después añadió:

-Es el teléfono de Alicia. Pregunta por ella, es muy importante, tienes que preguntar por ella, cada día, hasta que te responda. Es cuestión de vida o muerte, ¿lo entiendes?

-¿De vida o muerte? ¿Pero de qué hablas?

-No hables con nadie de esto. Llama hasta que Alicia te responda, si no lo haces, morirán.

-¿Quiénes morirán?

-Si no llamas a Alicia, pensarán que son inútiles, desaparecerán para siempre. Acabarán con ellos, ya han empezado, hace seis años…

-Pero, ¿de qué hablas? ¿Quiénes están en peligro?

-Todos ellos. Todos los teléfonos fijos.

Después colgó. Y volvió a sonar el tono intermitente de pérdida de señal.

Me fui a la cama pensando que la broma no tenía ninguna gracia, tenía la impresión de que aquella mujer tenía serios problemas mentales. Me acosté prometiéndome a mí mismo que no pensaba llamar a ninguna Alicia, ni al día siguiente, ni nunca. Me desperté y seguí con mi vida como si nada hubiera pasado. Sin embargo, caída la tarde, después del café, se me despertó el apetito. Fui a la nevera y tomé una merienda azucarada como las que solía tomar en otra época. Al terminarla, eché un vistazo al papel dónde había apuntado el número de teléfono.

Cada día llamo a Alicia dos o tres veces. De momento no lo coge, pero sé que tarde o temprano me responderá.

El fin de una época

La primera vez que jugó al ajedrez, su madre le dijo que le compraría un refresco de cola si ganaba. Algunos decían que en aquella primera ocasión ganó la partida; como no tenía dinero, su madre se vio obligada a robar para cumplir la promesa. Algunos contaban que, por el contrario, la paliza que su madre le dio fue tal, que estuvo estudiando todos los movimientos, leyendo libros y viendo partidas hasta que alcanzó tal maestría que la siguiente partida la ganó en tan sólo nueve movimientos. Quizás no fuera casual que las dos historias terminaran con la victoria del niño. Lo que ocurrió después lo explicó la madre un millón de veces a los periodistas que trataban de sacar todo el jugo a su historia: “viéndole beber la cola pensé que mi hijo tenía un don, un don que merecía la pena ser desarrollado y entrenado, es la obligación de toda madre comprobar hasta dónde es capaz de llegar su hijo”.

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Primero empezó a competir en pequeñas partidas en la casa de la cultura de su pueblo, después en pequeños certámenes por toda la comarca, competiciones regionales, nacionales, etc. Luego vino el reportaje en El País Semanal, llamadas de radios, giras por todos los rincones de el país en la que cada vez se le ponían más y más retos al pequeño Alfil. En Zamora consiguió librar (y ganar) cien partidas simultáneas contra señores con bigote que le triplicaban la edad. Fue cuando venció a todos las caras famosas de RTVE en un número espectacular en el Un, dos, tres cuando el país se enamoró de él. “Nunca fui más feliz que en aquella época” –dijo tiempo más tarde en un plató de televisión que explotaba la nostalgia-: “cuando terminaba de jugar, mi madre siempre tenía en la mano un refresco de cola para mí”. A pesar de que le pusieron en la tesitura, el pequeño Alfil, que ya no era tan pequeño, ni tampoco tan Alfil, no quiso romper su silencio en aquel plató acerca de G-Max-1997. A pesar del tiempo que había pasado, parecía evidente que no había logrado olvidarlo.

La primera vez que vimos al robot fue en el Un, dos, tres. G-Max-1997 apareció retándole con su voz metálica y su apariencia humanoide, conectado por unos cables a una consola portátil del tamaño de un armario empotrado: “Soy G-Max-1997, vengo del futuro y reto a aquel que llaman el pequeño Alfil, el mago del ajedrez, a una partida final para descubrir quién es superior: el niño o la máquina.”

Cuando el pequeño Alfil aceptó jugar contra G-Max-1997 todos nos sentimos orgullosos, de alguna manera sentíamos que estaba luchando por todos nosotros. El siguiente viernes, en el Un, dos, tres hicieron un especial centrado en el acontecimiento. Fueron tres horas de televisión que nunca olvidaremos. De una tensión, de un silencio, de una emoción contenida jamás vista. ¡Pura televisión! Chicho Ibáñez Serrador introdujo un largo y dramático Primer Plano del robot cuando dijo las palabras: jaque mate. El contraplano del pequeño Alfil era la expresión de la desolación y con él una generación entera se sintió desfallecer. No nos lo podíamos creer. El pequeño Alfil había sido derrotado por una máquina, y con él, todos nosotros.

A partir de ahí el absoluto declive. En algunos lugares le contrataban sólo para reírse de él. La gente le gritaba: “¿te da miedo mi reloj-calculadora? ¿Tienes miedo al futuro? ¡Eres un fraude!” Tanto él como su madre se dieron cuenta de que la aparición de GMax-1997 no sólo era el fin de su negocio, sino también el fin de una época: la gente ya no quería pagar dinero por ver cómo hacía magia con las piezas; ahora la gente quería robots que hiciesen magia por ellos. De alguna manera, aquello fue el final de nuestra infancia.

Anoche anunciaron el fallecimiento de el pequeño Alfil después de una larga enfermedad. Twitter se ha llenado de comentarios nostálgicos y en nuestros muros de Facebook hemos empezado a compartir los vídeos del Un, dos tres que TVE ha subido estratégicamente a Youtube. Uno de ellos se ha hecho rápidamente viral. Es un vídeo de despedida donde el pequeño Alfil (ya no tan pequeño, y ya no tan Alfil) explica hablando a cámara aquello que no quiso contar nunca antes:

“Al finalizar la grabación de aquel programa especial dónde G-Max-1997 me derrotó, mi madre me vio en tal estado de shock que me ofreció un refresco de cola aunque no hubiera ganado. Yo le dije que no, que había perdido contra la máquina, y que por tanto no lo merecía. Mi madre me acarició la cabeza al tiempo que el público empezó a marcharse. Recuerdo sus rostros aturdidos y tristes. Algunos me miraban decepcionados con auténtico resquemor. Fui al camerino donde la maquilladora retiró el maquillaje ya convertido en una pasta informe a causa de mis lágrimas. Fue entonces cuando quise darle un último vistazo a G-Max-1997, y preguntarle cómo había hecho aquel último movimiento, si es que no se había marchado ya de vuelta al futuro. Fui al plató, me acerqué hasta el robot y de repente vi una hilera de humo salir de la enorme consola. Me acerqué para apagar el fuego que estaba convencido debía haberse producido a causa de un cortocircuito en sus cables, chips y procesadores internos. Cuando me acerqué y vi a un anciano enjuto de espesas cejas, vestido con un traje de neopreno y fumando un cigarrillo me di cuenta del embuste. Él me miró y me sonrió.

-Hola, pequeño Alfil, por fin nos conocemos –me dijo con voz cansada.

No supe que responderle. A pesar del movimiento y el ruido de los focos y cables, el silencio en aquel plató de los estudios en Torre España era ensordecedor. Le miré de arriba abajo y sólo pude mascullar una pregunta:

-¿Por qué?

-Porque nadie quiere pagar dinero por ver a un anciano ganar a un niño, ¿pero pagar dinero por ver a un robot darle una paliza a un niño? Eso es algo nuevo, eso es algo nunca visto, eso es algo que vale dinero -dijo.

Apuró su cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó asegurándose que quedaba completamente apagado. Después el anciano me invitó a un refresco. Nos sentamos a observar a los técnicos retirando los plafones, el decorado, los cables y toda la tramoya en absoluto silencio. Juntos disfrutamos de nuestros refrescos de cola.

A pesar de la derrota, me supo como todos los otros refrescos».