Cuento de Navidad: Tenía tan sólo siete años cuando descubrí que era telépata.

Tenía tan sólo siete años cuando descubrí que era telépata.

Entonces todavía no sabía lo que significaba, eso es algo que aprendí mucho tiempo después… Fue en la mañana del día de Navidad de 1989. En la radio sonaba https://www.youtube.com/watch?v=0zDjnDAwmig.

Mamá y yo volvíamos en coche de recoger los regalos de casa de la abuela. La calefacción del supermirafiori de mamá no funcionaba y las ventanas estaban empapadas. Como siempre, estaba sentada en el asiento de atrás. Me tiritaban las manos y me castañeteaban los dientes por el frío. Tenía ganas de llegar a casa, encerrarme en mi cuarto y leer un libro tumbada en la alfombra al lado del radiador. Fue entonces cuando descubrí que podía conseguir cualquier cosa utilizando el poder de mi mente.

Tan sólo tenía que desearlo con todas mis fuerzas.

Muerta de frío, miré fijamente el disco en rojo del semáforo, cerré los ojos y me concentré… «Ponte en verde, ponte en verde” pensaba muy, muy fuerte. Y fue entonces cuando ocurrió: a los pocos segundos el semáforo se puso en verde. Mamá me llevó a casa y pude tumbarme en la alfombra al lado del radiador con un libro. En pocos minutos, mis manos ya no estaban heladas.

Un buen rato después oí un fuerte sonido, como si un mueble hubiera caído en el piso de arriba.

-¿Qué ha sido eso? -pregunté.

-No ha sido nada -dijo mamá.

Sin embargo, mamá no me miró al responder. Mamá solía mirar hacia otra parte cuando no teníamos dinero, cuando no quería contarme alguna cosa y cuando me mentía. Ella pensaba que no me daba cuenta, pero está claro que sí me enteraba. Supe enseguida que mamá me estaba mintiendo. Me pregunté por qué.

-¿Quieres cenar?

-Sí, tengo hambre–respondí.

Y entonces pensé: voy a utilizar mis poderes con mamá.

-¿Quieres cenar pizza?

-Claro que quiero cenar pizza, tengo sólo siete años, siempre quiero cenar pizza –respondí.

Mis poderes telepáticos habían vuelto a funcionar.

Mamá siempre encargaba pizza cuando quería distraerme de alguna cosa importante. Ella no sabía que yo lo sabía… Ni tampoco sabía que yo le había implantado la idea de la pizza en su corteza prefrontal.

Estábamos cenando una cuatro estaciones tamaño familiar cuando oímos un grito ahogado seguido de un llanto. Una vez más provenía del piso de arriba. No era un llanto como los míos como cuando me golpeaba y me hacía daño. No, era un llanto distinto.

-¿Qué ha sido eso? –pregunté a mamá.

Mamá se puso triste y tardó en contestar.

-¿Te gusta la pizza?

-Sí.

-Si te dejas una poca, tendrás para desayunar mañana –me dijo.

-¿Quieres que te guarde este trozo? –me preguntó mamá.

-Vale –respondí.

Nos quedamos en silencio y no volvimos a hablar más del tema…

Tardé en dormirme. Miraba al techo de dónde provenían todos esos ruidos imaginándome sus posibles causas. Vivíamos en un tercer piso de una finca de nueve alturas. Algo debía ocurrir con nuestros vecinos del cuarto. Algo que mamá no me quería contar.

Al día siguiente mamá me envió a comprar. No quedaba leche para el desayuno y tuve que bajar al súper. Fue cuando volví a casa cargada con la compra cuando la vi. Era nuestra vecina del cuarto piso. Estaba enfrente del espejo de la entrada del edificio. Parecía ausente, despistada y triste. Ella no me vio pero yo a ella sí la vi atusarse el pelo y arreglarse el vestido. Después se puso las gafas oscuras que tapaban su ojo izquierdo amoratado. Cuando subí a casa no quise decirle nada a mamá. Entonces entendí que mamá no quisiera hablar de lo que ocurría en el piso de los vecinos. Pero como siempre ocurre acabé sabiéndolo por mí misma.

Durante aquellas navidades escuché varias veces aquellos ruidos. Mamá y yo evitábamos hablar del tema y en alguna ocasión ella ponía discos de música alegre. Pero ninguna de las dos nos contagiábamos de aquella hueca alegría grabada en vinilo. Las dos éramos conscientes de lo que ocurría en el piso de arriba.

-Deberíamos hacer algo –le dije.

-¿Qué podemos hacer? –suspiró mamá.

-No sé, ¡algo!

“Eres demasiado pequeña, eso son cosas de mayores. Las cosas son como son y es muy difícil cambiarlas” dijo mamá.

-Las cosas se pueden cambiar si quieres cambiarlas –le dije.

-¿Dónde vas? –me preguntó mamá.

-A mi cuarto.

Me acosté pero no tenía sueño. Estaba enfurecida con mamá. Sabía que aquello no estaba bien y no hacía nada. Pero, ¿qué podía hacer yo? Sólo era una niña de siete años… Finalmente, me dormí.

A la mañana siguiente fui a dar una vuelta. Hacía un sol espléndido y una muy buena temperatura. Estuve dando vueltas por el barrio. Compré regaliz y unos comics, y el periódico a mamá. Volvía de camino a casa cuando lo vi parado frente a un semáforo. A pesar de lo lejos que estaba supe enseguida que era él. Quizás percibí sus pensamientos…

Sin ninguna duda aquel hombre de allí era mi vecino de arriba. Estaba apostado en el semáforo, esperando a que el disco de peatones se pusiera en verde. Recordé lo que decía mamá: “las cosas son como son y es muy difícil cambiarlas”.

Quizás tenía razón.

Quizás debía olvidarme de todo aquello.

Quizás sólo era una niña de siete años metiéndome en asuntos que no era de mi incumbencia.

Quizás…

Pero mamá no sabía una cosa…

Yo era telépata.

Tenía muy poco tiempo para actuar así que me acerqué lo máximo que pude hasta él. Cerré los ojos y proyecté rápidamente mis pensamientos. En pocos segundos, el dibujo luminoso del peatón de color verde apareció en el semáforo. El vecino del cuarto empezó a andar cruzando el paso de peatones. Y por la avenida a toda velocidad circulaba el autobús de línea. A pesar de que el chófer se percató de que su disco estaba en rojo, el autobús no pudo frenar…

…misteriosamente.

Tuve que concentrarme con todas mis fuerzas, pero lo conseguí. El autobús arrolló a mi vecino arrastrándolo varios metros. Provocándole una muerte instantánea.

Días más tarde, mamá me dijo que el chófer intentó frenar, pero los frenos no funcionaban. Mamá no sabía que eso era algo que yo ya sabía. Yo nunca le conté que lo había presenciado, ni mucho menos que lo había provocado. Fue un secreto que guardé para mí durante mucho tiempo.

Bueno, no sólo para mí…

A los pocos días, coincidí con mi vecina en el ascensor. Parecía otra mujer, más guapa, más alegre, más aliviada.

Me miró, se puso en cuclillas para mirarme a los ojos, me sonrió y entonces me dijo: muchas gracias.

Cuento tuiteado el día de Navidad de 2015.