Iguales

La primera vez que lo vio fue en la salida del metro de Trinitat Nova. Despachaba en el quiosco acompañado de su perro Ulises, un pastor alemán que olisqueaba cada vez que se acercaba un cliente. Sus enormes cejas pobladas fueron lo que llamaron la atención de Raquel. Entonces, no le dio más importancia que la de una cara irregular que atraía las miradas como un imán. Raquel iba a una fiesta a casa de unos amigos y llegaba tarde, así que siguió su camino olvidando al quiosquero de enormes cejas, o creyendo que lo olvidaba.

La segunda vez que lo vio fue en Sant Feliu de Guíxols. Salía con un chico cuyos padres tenían una casa de playa y fue a pasar el fin de semana con él. La tarde del sábado después de hacer el amor y echarse un rato, se acercó a la carnicería a comprar unas butifarras para cenar. Guardó turno mirando al carnicero de pobladas cejas al que reconoció como el hombre del quiosco. Cuando le dieron la vez, Raquel le preguntó curiosa por su perro Ulises y el carnicero le dijo que nunca había tenido un perro. A Raquel le pareció muy extraño, ya que reconoció su voz como la de aquel hombre que vio unos meses atrás a la salida del metro de Trinitat Nova. Su cara, sus gestos, sus cejas le parecieron exactamente las mismas. Estuvo dándole vueltas y más vueltas hasta que una tarde me explicó toda la historia. A pesar de que yo insistí que bien podían ser dos personas muy parecidas, que todo el mundo tiene un doble o que podían ser hermanos gemelos separados al nacer, Raquel me pidió que la ayudara.

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Yo fui a Sant Feliu de Guíxols y Raquel fue a Trinitat Nova. Estuvimos en contacto todo el tiempo a través de mensajes de texto. Ella me escribió diciéndome que estaba acercándose al quiosco y yo le respondí que ya estaba dentro de la carnicería. Como sólo había una cliente antes de mí, enseguida fui atendido. Raquel, por su parte, se acercó al quiosquero y tal y cómo habíamos acordado, los dos empezamos a registrar nuestras respectivas conversaciones con la aplicación de grabaciones de nuestros teléfonos móviles.

-Disculpe, ¿podría decirme su nombre? –le pregunté. El carnicero no pareció entender. Raquel hizo la misma pregunta al quiosquero al tiempo que yo la volví a repetir:

-¿Su nombre, por favor?

-Fernando Perea De la Rosa –contestó uno y contestó el otro con el mismo tono de voz áspero.

-¿Me podría decir en qué año nació? –le preguntamos Raquel y yo.

-¿Por qué me lo pregunta, si se puede saber? -respondieron arqueando sus cejas pobladas.

-Es simple curiosidad –contestamos.

-¿Y cuál es su nombre? También es simple curiosidad –repreguntaron el carnicero y el quiosquero con intención.

-Raquel –contestó Raquel.

-Enric –contesté yo.

Tanto el carnicero como el quiosquero y a pesar de la enorme distancia que separa Trinitat Nova de Sant Feliu de Guíxols, nos miraron de arriba abajo sin terminar de comprender a qué venía todo aquello. Después, uno y otro nos respondieron que tenían 57 años de edad, habían nacido en un pueblecito cercano a Valladolid en el año 1959, eran hijos únicos, no, no tenían ningún hermano, ni ningún familiar; tampoco tenían hijos, ni hijas, no se habían casado nunca y eran felices, amaban aquella tierra por encima de todas las cosas y no imaginaban una vida mejor que aquella.

Tanto Raquel como yo asentimos escuchándole. Raquel le dio las gracias y se despidió del quiosquero. Yo le di las gracias y me despedí del carnicero.

Tanto Raquel como yo supimos al instante que nos habíamos despedido de la misma persona.

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