Mi vecino es joyero, y de vez en cuando celebra fiestas para ricos. Les muestra el género y les da de comer y beber gratis, porque no hay nada que le guste más a un rico que las cosas gratis. Los pobres somos distintos, valoramos las cosas en función de lo alto que sea el precio pagado. Esa programación cultural (de clase) la inventó un rico.
Yo no tengo nada en contra de los ricos, en más de una ocasión he querido ser uno de ellos. A un rico se le distingue por sus hijos, más altos y guapos que los hijos de los pobres; también porque nunca pagan lo que deben; y sobre todo, porque no saben hacer el amor.
A los clientes ricos de mi vecino, los distingo porque no saben leer. A pesar del cartel enorme que mi vecino ha puesto indicando cuál es su interfono, todos los ricos se equivocan y pican mi timbre. Sólo les pasa a ellos, porque los chicos del catering pican bien, nunca se equivocan, sólo se equivocan los ricos. Una de las diferencias que ha dejado este mundo sin lucha de clases es que los pobres están obligados a leer para enterarse de lo que ocurre a su alrededor. En cambio los ricos se han acostumbrado a ir picando puerta a puerta, fastidiando al servicio (que somos el resto del mundo), sin importarles si estamos escribiendo un guión que nos da de comer.
Si alguna vez nos hartamos y queremos acabar con ellos, sólo tendremos que publicar un libro con el siguiente título: “Pobres del mundo ha llegado la hora de rebelarse”.
Los ricos no se enterarán de nada, será demasiado tarde.
