El niño rubito de camomila jugaba con la pelota a la hora de la siesta. Él asomó la cabeza despeinada por su ventana y gritó furioso: ¡Vete a jugar con la pelotita a otra parte, hostia-puta!
En eso se había convertido: en el señor de mediana edad con barba y cabello despeinado que grita hostia-puta a la hora de la siesta. Cuando él era un niño rubito también se había enfrentado a esa figura mitológica: el hombre mayor cabreado por su descanso que la toma con el ocio inoportuno de los niños.
El niño rubito desapareció durante cinco minutos. Con el silencio, por fin pudo respirar tranquilo, y rápidamente empezó a segregar baba que se le escurría por la comisura de los labios hasta llegar a humedecer la almohada. Poco a poco se iba relajando y olvidando de su cuerpo, de su mente, de su vida…
…hasta que la pelotita de los cojones volvió a dar golpecitos contra la pared de manera insistente.
¡Como me quite la correa, voy a bajar a darte una zurra!
Sabía que esas palabras no eran suyas. Eran palabras de otra época. De otros hombres. De otras vidas. Eran palabras que, como un legado, pasaban de generación en generación. Probablemente esas mismas palabras serían repetidas veinte años más tarde por ese niño tocapelotas (ya convertido en un señor mayor) a otro niño rubito de camomila.
Por segunda vez asomó la cabeza por la ventana y vio al chaval en el patio interior de los apartamentos de verano. Los dos cruzaron sus miradas. El niño sonrió al tiempo que volvió a dar una patada tras otra a su pelotita, desafiándole. Cuando él saltó de su cama y corrió hasta la puerta para empezar una persecución, oyó al chavalito reír al tiempo que desaparecía entre el hormigón barato de los apartamentos setenteros.
Se encontró a si mismo en el rellano de su casa, furioso, en gallumbos, muy consciente de que ya no iba a conciliar el sueño. Esta es la última siesta que me jode, se dijo, ¡la última! Se puso unas bermudas, la primera camiseta que encontró y bajó a la farmacia de la esquina con la intención de comprarse unos tapones para los oídos. Por fin podría dormir su ansiada siesta.
En la farmacia se encontró con una de sus vecinas de los apartamentos. Él la reconoció enseguida. Era una de esas mujeres de treinta y tantos años, delgada, bonita y atractiva que huelen a delicioso after sun. Su cabello recogido con restos de sal, dejaba a la vista un cuello anguloso que daban ganas de morder. Llevaba bolsas de la compra y rebuscaba en su monedero dos euros y veinte céntimos que le faltaban para comprar unas toallitas íntimas.
-Toma –le dijo prestándole dos euros.
-No, no, no –dijo ella.
-Ya me los devolverás –dijo él.
Ella levantó la mirada del bolso y de pronto reconoció a su vecino. Había reparado en él alguna vez, era el tipo solitario que solía tomar una cerveza en la terraza del apartamento al atardecer. No miraba su móvil, ni leía nada, estaba en silencio, sin camiseta, disfrutando de la brisa que se colaba entre los toldos. Recordó que le producía curiosidad el aire de misterio alrededor de la identidad de ese hombre de mediana edad, tan triste, atractivo y solo.
-Muchas gracias –le dijo, sonriéndole.
-No hay de qué.
Ella pagó y él pudo adquirir sus tapones para los oídos. De camino a los apartamentos, sus pasos se cruzaron nuevamente y con cierta tensión los dos se miraron a los ojos, se saludaron y se sonrieron. Ella iba muy cargada, llevaba su cuerpo en tensión por el peso de la compra. En un gesto de buena vecindad él se prestó a ayudarla. Ella se negó y él insistió. Finalmente, ella cedió y caminaron hasta sus apartamentos, en un silencio tenso, roto con algún comentario intrascendente sobre el calor, la fecha de caducidad de las vacaciones y el lugar de origen respectivo. Al llegar a la puerta del apartamento de ella, sus miradas se encontraron de nuevo y ella dilató sus pupilas al tiempo que recobraba el aliento tras subir las escaleras.
-¿Me dejas al menos invitarte a un café?
-Claro –contestó él.
Los dos entraron en la casa donde no había nadie. Mi marido ha ido a correr, dijo ella con un aire melancólico. Él advirtió rápidamente el subtexto de esa frase. En realidad quería decir: mi marido está más interesado en su cuerpo que en el mío; ya no follamos como antes; soy un mueble más en su vida; llevamos mucho tiempo juntos pero no me conoce; no, no soy feliz, pero como tú y yo sólo somos dos extraños no te lo puedo contar en una conversación de café.
-Entiendo -dijo él.
Empezó a guardarle la compra en la despensa y ella se sorprendió pensando que su vida sería mucho más feliz junto a ese desconocido que sabía dónde y cómo guardar la compra sin necesidad de preguntarle. Cuando él terminó, la miró a los ojos y ella sintió que tal vez había leído sus pensamientos. Se ruborizó y bajó la mirada.
Buscó la cafetera, era la típica cafetera de acero de toda la vida, la que uno se lleva al lugar de veraneo. Trató de abrirla pero estaba atrancada. Él advirtió su problema y se acercó. Cogió la cafetera con las dos manos y le dijo al tiempo que conseguía abrirla “mi abuela decía que es cuestión de maña”. Ella sonrió y se defendió “pero si yo soy muy mañosa”.
-Pero en realidad es cuestión de fuerza –remató él.
Se miraron y sin ningunas ganas de tomar café se mordieron la boca. Se dieron un morreo de los 90. Largo, con labios, lengua, saliva y ganas, muchas ganas. Él le agarró una teta y acto seguido le arrancó la parte de arriba del bikini para chupársela. Ella buscó en sus bermudas y encontró lo que tanto tiempo llevaba buscando en su vida. Él la atravesó en la cocina una y otra vez hasta que tuvieron un orgasmo simultáneo que a ella la volvió loca y a él le dejó completamente satisfecho.
Tomaron un café con hielo en la terraza sabiendo que su marido seguía machacando su cuerpo, ignorando que otro hombre se acostaba con su mujer. Hablaron de muchas cosas y ella sintió que aquel hombre solitario y atractivo, podía ser el amor de su vida si no se hubiera equivocado tanto en todos estos años. Se despidieron con un morreo de los noventa y los dos tenían la sensación de que volverían a verse.
Cuando el hombre atractivo y solitario se despidió de ella, se encontró en la puerta con el niño rubito de camomila y su pelotita que volvía a casa a por la merienda-cena. El chavalito se quedó pálido al ver al ser mitológico que grita furioso porque los niños le joden la siesta. Su madre saludó al niño efusivamente. Le preguntó qué quería cenar y el niño no supo o no pudo responder.
-Es muy tímido y callado, como su padre –dijo ella entrando en la cocina al tiempo que se despedía del vecino con esa clase de miradas que hacen las mujeres tras hacer el amor.
El niño y el hombre se quedaron solos en la puerta del apartamento. Entonces, le acarició el pelo y se agachó, quedándose a su altura. A medio palmo de su cara, le dijo en voz baja al niño rubito de camomila: Si tú me jodes la siesta, yo me follo a tu madre.