Bar de viejos

Una vez a la semana voy a comer a un bar de viejos. Es casi como un ritual, en ese almuerzo no hay reglas. De primero pido el plato de pasta con más gluten, de segundo la carne con guarnición donde pueda mojar el pan blanco, y lo acompaño con vino o cerveza. De postre… de postre, me dejo llevar.
Siempre llego quince minutos antes de las 14:00 y me hago con el periódico. A las 14:00 en punto llega un señor muy mayor que siempre se sienta en la misma mesa a mi derecha, y entonces, le cedo el periódico.
Ayer, en la mesa a mi izquierda había una madre con su hijo de cinco o seis años. No era un niño revoltoso o inquieto, no; no era sólo eso. A mis casi cuarenta años sé distinguir un niño gamberro o con malicia, que sobrevivirá con ingenio a cualquier vicisitud de la vida, de la misma reencarnación del Mal.
-Matías, estate quieto o te “riñiré” -le decía la madre, como si no estuviera ya “riñiéndole” y como si «riñir» fuera reñir a alguien dándole un sopapo que empieza con un golpe de riñón.
Matías lanzó un juguete y su madre resignada, fue detrás a recogerlo pidiendo perdón a todos los viejos del bar de viejos. Entonces, aprovechando que su madre estaba de espaldas le dije en voz baja a Matías:
-Matías, pórtate bien, o aquí el señor que lee el periódico y yo, de postre, nos comeremos tu corazón.

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